Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Apenas podía proseguirse conduciendo en camino a casa, saliendo del trabajo. Obscurecía ya en el horizonte, y me sentía abatida, decepcionada, agotada. No comprendía el porqué de esas emociones, si mi vida era “perfecta”. O bien eso creía.
Y de nuevo me afirmé esa oración que me ha hecho tanto daño en mi vida: “Tú puedes con todo, Inma”. Nuevamente volví a no hacer caso a mis sensaciones, y no le dí más influencia al tema.
Pero mi decaimiento no desapareció. Ese día no fue ni el primero ni el último en el que lloré sin aparente motivo. Mi vida era tan predecible que comencé a palpar mi decepción.
Por aquel entonces terminaba de cumplir treinta años, y todo, en apariencia, era perfecto: estaba dichosamente casada, tenía una hija de apenas un año, vivía en una casa enorme con jardín, logré un trabajo indefinido con un genial horario y salario, daba talleres por las tardes para organizaciones autonómicas de reconocimiento, frecuentaba buenos restoranes, conducía un suntuoso vehículo familiar, viajaba dos veces al año… no tenía derecho a lamentarme, en suma.
Supongo que conseguí el “pack completo de la felicidad”, conforme nuestro sistema cultural: carrera universitaria+trabajo indefinido bien remunerado+marido+hijos+casa con jardín (y su pertinente hipoteca). Y no era la única. En verdad, había tantas personas a mi alrededor que habían construido su vida de exactamente la misma manera, que lo admitía, pensando que era lo “normal”.
Pero aquel modo de vida a mí no me compensaba. Me sentía agobiada, con la agenda completa y con mil cosas por hacer. Trabajaba muchas horas al día y además de esto pasaba un una gran parte del tiempo conduciendo. Esto hacía que no tuviera tiempo para cuidarme, hacer ejercicio o bien dedicarlo a mis aficiones. Y como es lógico no dedicaba la atención que se merecían a mi hija y a mi marido.
Esta situación abría una enorme brecha en mi estado sensible. La relación con mi pareja, que hasta ese momento había sido fantástica, comenzaba a tener grietas. Tratábamos de mejorarla yendo a restoranes costosos y viajes que no nos podíamos permitir. Sentía un enorme vacío, y trabajar sesenta horas por semana solo para adquirir más cosas no llenó el vacío. Solo trajo más gastos, agobio, ansiedad, temor, soledad, culpa…
Nuestras deudas aumentaron, lo que hizo que me autoexigiese trabajar más, y eso empeoraba la situación. Mi insomnio, que llevaba ya unos años conmigo, se incrementó, por el exceso de preocupaciones y estruendos mental. “Si esto es la dicha, me bajo”, que se acostumbra a decir. Yo sabía que en algún sitio había una vida absolutamente diferente para mí. Y cuando sabes algo, no puedes ignorarlo, si bien lleves años haciéndolo.
Una noche, como siempre y en toda circunstancia sin poder conciliar el sueño, me senté al borde de la cama: no podía respirar. Opresión en el pecho, sudoración excesiva, elevación de la frecuencia cardiaca, sensación de hormigueo, mareo, náuseas, temblores…entonces no sabía lo que me pasaba, ahora lo sé de sobra: tenía un ataque de ansiedad.
Vivir en la incongruencia me pasaba factura.
Mis ojos se llenaron de nuevo de lágrimas. Me sentía convulsionada. ¿De qué manera había llegado hasta aquel punto? ¿Por qué razón me sucedía eso a mí? Jamás de antemano creí que con treinta años mi vida iba a ser de esta manera. Y en ese justo instante decidí que deseaba mudarla.
Me lo merecía.
Me merecía tener más tiempo para mí y mi familia.
Me merecía sentir calma, paz mental y tranquilidad.
Me merecía descansar y de vez en cuando no hacer nada.
Me merecía disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.
Me merecía una vida más simple, sencilla y a la vez plena.
“Me aguardaba una vida nueva, mas lo que no sabía es que debía dejarle espacio y soltar todo cuanto ya no me servía.”
Supongo que todas y cada una de las personas, en algún instante de su vida, tienen crisis. Y para salir de ellas hay que cruzar el desierto. Yo estaba a puntito de atravesar el mío.
Empecé a leer libros, weblogs y a hacer cursos, hasta el momento en que di con la filosofía de vida minimalista. Jamás había escuchado charlar sobre esta forma de estar en el planeta, mas sentí que vibraba con mi esencia, mis valores esenciales y con mi autenticidad. Por fin había encontrado el modo de vida que deseaba tener.
Con todo cuanto fui aprendiendo de este nuevo modo de vida, comencé a tomar mis primeras resoluciones. La primera de ella fue mudar mi trabajo indefinido, lejos de casa, por un trabajo más próximo al que podía ir en bicicleta. Asimismo renuncié a dar los talleres de las tardes, para poder tener más tiempo para pasar con mi hija, mi pareja, mi familia y mis amigos.
Algunas personas de mi ambiente nunca pudieron comprender mis resoluciones. “¡Estás ida!”, me afirmaban. Quizás. Mas ahora era congruente con mis valores, mis principios y mis prioridades.
Después llegaron más cambios:
Y otros cambios más.
Unos meses después, una colega me dijo: “Me encanta la calma que transmites”. Ahí fui siendo consciente de todo cuanto había logrado. En ese instante ya pude sentir que era otra persona. En mis conferencias siempre y en toda circunstancia digo que vengo “del lado oscuro”. Y es cierto. Vengo del lado obscuro al minimalismo: del lado obscuro del consumismo, del agobio, del exceso de trabajo… y el minimalismo me ha dado las herramientas para tener una vida genuina.
Mi vida no se semeja en nada a la lo que era ya antes. Ahora tiene menos complicación, cosas y estruendos mental y tiene más satisfacción, experiencias y libertad. Todavía estoy en el camino, por el hecho de que soy una leal fiel de la mejora continua. Si bien puedo decir que, hoy día, disfruto de día a día tal y como si fuera nuevo para mí. Es solo cuestión de priorizar y enfocarse en lo esencial.
“La vida que te queda es un regalo. Aprécialo. Disfrútalo ahora, al límite. Haz lo que importa, ahora. ”
Leo Babauta